Capítulo IV del hombre tras el mito: Una imagen navideña desconocida y cinco historias

Foto de portada: Miguel García-Viso.
En este nuevo capítulo descubriremos la fotografía navideña más desconocida de Fernando Martín y cinco nuevas historias sobre el mito.
Recuerda que puedes adquirir el libro de «Fernando Martín: Instinto Ganador» para conocer muchas más historias.
Os traemos “El impacto de Fernando Martín” (de Rafa Sempere), “Cuando todos los niños queríamos ser como él” (de Luis BasketJordan), “Fernando Martín, el gallo del corral (de Juan Pablo Bravo Cayuela), “Mi primer ídolo” (de César Cornejo) y “Todo nervio y corazón” (de Antonio Manuel Membrilla Fernández).
El impacto de Fernando Martín
Verano del 84, en una pequeña casa de campo, en la sierra de Onil (Alicante)…
Antonello Riva, Javier Arques (velocista local), Julius Erving, Sergei Tarakanov, el reparto de Piscis (película de baloncesto donde el protagonista era el Doctor J.), Dino Meneghin, Gallis, etc. Todos estos posters cubrían absolutamente por completo las paredes de “l’habitació de les lliteres”, mi habitación.
De aquellas fotos, la que más me llamaba la atención, la que más me embelesaba era la de Antonello Riva, con esa elegancia y esa calidad atlética, me dejaba atónito.
Pero había otro poster, grande, apaisado con doce siluetas de los jugadores que iban a jugar la olimpiada de Los Ángeles. Creo que sería capaz de imitar una a una todas las poses que aquellos doce jugadores dejaron plasmadas en mi retina. Eran, iban a ser, son, muy grandes todos, pero había uno de ellos que por sus particularidades me gustaba más…
Me dormía viendo todos esos posters, soñaba despierto con mis ídolos, creo que hasta los veía moverse, hasta que me dormía. Aunque dormir, dormía poco. Una madrugada, sobre las seis de la mañana, nuestro querido vecino, que se levantaba a dar su paseo matutino por la sierra, nos despertaba a mi hermano y a mí. Su garrote y su cascada voz, ante la obvia ausencia de móviles, eran el despertador perfecto.
Pese a ser pleno verano, la mañana era fresca. Nos levantamos, preparamos nuestras sillas y nos pusimos de cara al televisor. Con gran sigilo, sin alzar apenas la voz, para no despertar al resto de mis hermanos y a mis padres que aún dormían plácidamente, nos dispusimos a ver un partido olímpico de baloncesto. En un par de minutos comenzaba un España – Canadá, es el primer recuerdo que tengo:
España vs Canadá, de unos Juegos Olímpicos. Los Ángeles 84, EL PRINCIPIO DE TODO…
A escasos dos minutos del inicio del partido, y casi sin haberme despertado del todo, se me abren los ojos (creo que para siempre), al ver algo que llama poderosamente mi atención: Entra a pista, cruzaba la pista erguido, elegante, poderoso… Cuando recibía al poste bajo, duro, como si se quedase pegado al suelo, atrapando el balón de forma casi violenta. Un bote, dos como mucho y allá iba ese semigancho, medio de espaldas, a tabla…
En la otra pista, algún detalle que me parecía (y me parece) asombroso y poco habitual. Cuando defendía relativamente lejos del aro, abría las piernas ostensiblemente, pero en el momento en el que su atacante se disponía a tirar, era capaz de saltar para puntear el tiro desde su posición defensiva de piernas abiertas!! No le hacía falta cerrar las piernas para poder impulsarse y saltar. Asombroso y absolutamente diferente.
Quizás no cambió la manera en la que se jugaba a baloncesto, como lo hizo, bajo mi modesta opinión, Kosic o Sabonis, pero dominar los dos aros con esa estatura, jugar en la mejor liga del mundo, en aquella época, prácticamente una quimera para los jugadores europeos.
Corbalán, Llorente, Margall, Martín, etc. dejaron una huella grabada a fuego en mí. Jamás pensé que aquellos madrugones iban a ser tan importantes en mi vida.
Desde ese día me convertí en un “hoolligan” del baloncesto. Fan absoluto de Fernando Martín al que ya jamás pude dejar de seguir.
Sus dos etapas en el Real Madrid, sobre todo después de la Olimpiada, me fascinaba ver sus partidos…me fascina ver sus partidos.
Su marcha a la NBA, su debut… Esa imagen, de no demasiada calidad aún, emparejado con Julius Erving, nada más y nada menos.
Su vuelta a la liga española en el 87, sus míticos duelos con el gran Audie Norris eran absolutamente brutales, con un desmesurado derroche de calidad, talento, potencia física, orgullo y respeto. Respeto máximo es el que se profesaban el uno al otro. Doy fe de ello. Sé por sus propias palabras en una corta visita que me hizo Norris a raíz de un Clínic, que vivió con mucho, muchísimo dolor el fallecimiento de Fernando Martín. Mirando a los ojos del norteamericano, podías ver, sin ninguna duda, que cuando hablaba de Fernando, hablaba de uno de sus ídolos.
Llevo ya casi 40 años ligado al baloncesto, de una manera o de otra, he visto cómo ha evolucionado el baloncesto, el juego, el tipo de jugador, etc. Ha habido jugadores que, lógicamente me han impactado, verdaderas estrellas de este deporte. Pero Fernando Martín tenía algo que te enganchaba, que te atrapaba al televisor y te hacía amar este deporte de una manera sin igual.
Encauzaste mi elección de deporte, encauzaste mi vida. GRACIAS.
Rafa Sempere
@Baloncesto80
baloncestodelosochenta.com
Cuando todos los niños queríamos ser como él
Es cierto que no tenía ni cumplidos los 9 años de edad cuando murió Fernando Martín, pero fíjate cuál sería su grandeza y su legado que tengo recuerdos perfectamente claros en mi cabeza sobre él, sobre su juego, sobre su garra, sobre su carisma en la cancha, sobre su popularidad y su fama en aquella época en que yo, un chavalillo de solo 8 años ya veía a mi Real Madrid de Baloncesto junto a mis primos y disfrutaba del juego de Fernando Martín.
Es cierto que por edad, recuerdo sobre todo su regreso de EEUU hacia la que iba a ser su segunda etapa en el Real Madrid, algo más discreta que la anterior, pero aún sí aquello lo vi como la llegada de nuestro particular Michael Jordan español.
Su llegada de nuevo al Real Madrid suponía ilusión y motivación para nuestro equipo ya que el gran hijo pródigo había vuelto a casa. Fernando siguió engrandeciendo su figura y la del equipo y pese a que aquella época no fue de grandes triunfos, Martín era el jugador que todos los niños queríamos ser de mayores, (junto a Michael Jordan).
Aquel fatídico 3 de diciembre de 1989, solamente recuerdo que la televisión de repente anunciaba algo que no podía ser posible, ¿Cómo que Fernando Martín ha muerto? Un niño de mi edad no podía entender aquello.
Los reportajes de televisión mostraban un coche destrozado y numerosas fotografías esparcidas por aquella carretera de la M-30, eran las fotografías que el propio Fernando entregaba a sus fans y las cuales llevaba en su coche.
La mayor figura del baloncesto español de la época, un pionero que había luchado cara a cara frente a las grandes estrellas de la NBA del momento había muerto en la carretera, ¡no es posible!
Fernando tan solo tenía 27 años en aquel momento, pese a tener ya un curriculum espectacular, ya que fue un adelantado a su época, Martín pudo haber conseguido muchísimos éxitos más, estaba en su mejor momento, más maduro, con más experiencia, con más liderazgo, pero todo aquello acabó en aquella trágica colisión que nos conmocionó a toda la sociedad española, niños como era mi caso o adultos, toda España lloraba y lamentaba la muerte de Fernando Martín.
Aquel día los jugadores del Real Madrid acudían al Palacio de los Deportes para jugar frente al CAI Zaragoza, el cual estaba programado para las 18.30 horas de aquel 3 de diciembre. Nunca se ha vivido un drama igual en un vestuario de baloncesto como el que se vivió aquel día en el del Real Madrid.
En una época en la que la información no llegaba con tanta rapidez como hoy en día, una época sin redes sociales y sin internet, solamente había llegado el rumor de que posiblemente un jugador del Real Madrid de Baloncesto había muerto en un accidente de tráfico, pero no se sabía quién era o si ni siquiera era cierto.
La llegada de cada jugador al vestuario era recibida con angustia y enorme tensión como si de una ruleta rusa se tratase. Casi todos estaban ya en el Palacio menos Villalobos y Fernando, cuando Quique Villalobos llegó todo se confirmó Fernando Martín había sufrido el tráfico accidente. Un auténtico guión macabro.
A España le sacudió la noticia aquel domingo como una auténtica bofetada de amargura y la televisión encargada de transmitir aquel partido solo emitía imágenes de un terrible accidente y de fotografías ensangrentadas de Fernando esparcidas por el asfalto de la M-30.
Aquellas imágenes nos marcaron a generaciones enteras. España quedó paralizada ante la que era hasta entonces la pérdida más dolorosa que había sufrido el deporte español. Esté donde esté Fernando seguro que sigue ahí empujando al Real Madrid, apoyando en cada jugada, saltando a por cada rebote, ayudando en cada bloqueo y por supuesto sigue vivo en el pensamiento de cada madridista y de cualquier amante de baloncesto.
SIEMPRE ETERNO FERNANDO MARTÍN.
Luis BasketJordan
@BaskETJORDAN_
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Fernando Martín, el gallo del corral
La duda ofende. Que Fernando Martín es uno de los mejores deportistas de nuestra historia no entra en cábalas. Por lo que fue y significó.
Comparar jugadores de diferentes épocas y distintos puestos alimenta sanos ratos de bar y animadas tertulias, que no es poco, pero no da para nada serio.
La pandemia ha traído muertes, pobreza y confinamiento y éste ha desempolvado partidos e imágenes antiguas, nostálgicas para los más maduritos y novedosas para la chavalería. Unos han sacado brillo a sus iconos, los otros han constatado la valía de los ídolos de sus padres y hermanos mayores.
Para contextualizar el pretérito momento, sirve un dato: cuando venía al mundo la irrepetible Generación del 80, iniciaban el camino del boom posterior un magnífico grupo de jugadores dirigido por Antonio Díaz Miguel (injustamente ninguneado ahora) en la selección. Tres cuartos puestos consecutivos palidecen ante el botín actual, pero en la España de la Transición no brotaban tíos por encima de 2 metros como champiñones, a los que enfrentar a los gigantescos soviéticos y yugoslavos, que por aquella competían unidos, ni a los aguerridos italianos. En el arqueo del brillante lustro relucen la medalla europea y la olímpica en LA. Ganar tiene mérito, pero hacerlo con estilo propio trasciende, deja huella.
A la Santísima Trinidad, Corbalán (hoy impartiría su doctorado entre los profesionales USA), Epi (érase una vez un hombre hecho a sí mismo) y Martín, les rodearía la inteligencia de Solozábal, la exuberancia física de Llorente, la defensa de Costa o la agudeza de Chichi Creus en el base; la inimitable elegancia de Sibilio, el don para el contragolpe de Itu, el tiro más estético jamás visto de Margall y la polivalencia de Fernando Arcega en las alas; la garra y capacidad de anticipación del “lagarto” De la Cruz, la inteligencia y velocidad de Andrés Jiménez y el poder intimidador y reboteador de Romay en la pintura.
En plena Movida, Díaz Miguel creó tendencia al amparo de una dinámica sencilla y atractiva: defensa, contraataque, equilibrio interior/exterior y cuidada selección de tiro. Por entonces, el manchego barajaba con destreza, purgando el más nimio detalle (ensayaba con Romay hasta el aburrimiento el supersónico saque de fondo tras canasta rival, insistía a sus bases en la necesidad de volar, adoctrinaba a los aleros en el arte de la parada y el tiro a tablero de 45º para evitar los gorros de las torres oponentes, perseveraba con sus cuatros para que llegaran en ventaja a la zona contraria) y repartía las cartas con inteligencia (alguno gozaba de mayor rol que en su propio equipo). Un disfrute para la vista.
Pues bien, en aquel talentoso grupo, quizá la llegada de Martín fue el factor diferencial para el acceso a los cajones del podio. Convergían en Fernando muchas de las cualidades para completar un excelente baloncestista (buen tiro de media distancia, la manoletina o medio gancho que tanto le dio de comer, lectura de juego, velocidad en la transición, dureza defensiva, agresividad en el rebote), pero fue su indómito carácter la arista que sobresalió por encima de las demás y la que le hizo superior y dominante.
La naturaleza le sonrió con un físico espectacular. En su acabado Buonarotti hubiera replicado otro David, piernas cual columnas jónicas, brazos de héroe de comic y pecho pétreo. Traía más cuenta esquivarle que chocar con él. La proporción perfecta, imponente, para avasallar en cualquier deporte. Pudo hacerlo en la natación, el ping pong o el balonmano, pero a Dios gracias eligió vestirse con tirantes. Si su fisonomía lo privilegiaba, su cabeza se saltaba pasos. Donde le pinchases, afloraba un ganador. De su colegio en San José del Parque al Estudiantes juvenil, junior y primer equipo. A sus 19 años deslumbraba en el Ramiro hasta alcanzar el subcampeonato liguero y convencer al Madrid de Lolo para contratarle cuando lo tenía hecho con el Joventut (el gran Manel Comas se removía cada vez que lo pensaba).
En aquella Casa Blanca, donde todo llevaba su tiempo de cocción, milimetrado y categorizado por el mítico Raimundo Saporta, el recién aterrizado fascinó desde su llegada en el Campeonato del Mundo de clubs. Rompió moldes, tomó todos los atajos. Enseguida los popes del vestuario descubrieron su sitio natural: el liderazgo. Fernando no temía a nada ni a nadie, asumía retos con la naturalidad del que se conoce preparado, encaraba rivales sin reparar en volúmenes, altura o apellidos ilustres. Martín iba de frente, no desviaba la mirada, no agachaba la cabeza.
Ahora cualquier júnior con buena pinta que todavía no ha ganado nada en el Viejo Continente (hay casos fragrantes) se presenta al draft y lo escogen muy arriba. En los ochenta la NBA era territorio vedado a las grandes estrellas europeas. No iba nadie. Allí eran seres anónimos para las franquicias. Pero Fernando estaba hecho de otra pasta. Siempre positivo. Por sus santos cojones tenía que asumir un desafío homérico que de inicio le hacía palmar pasta y le impedía competir en la selección (la anticuada normativa de la FIBA prohibía el concurso de los “profesionales”). Pese a convencer sobradamente a los Nets de New Jersey en el campus de Princeton, regresó a España sin rubricar el contrato por la indolencia y torpeza de su agente americano, Lee Fentress. Aquí apretaron el Madrid y la Federación (para que jugase histórico Mundial 86) y Fernando demoró un año el salto. El aplazamiento trajo consecuencias negativas, pues en Portland coincidió con un entrenador cicatero, Mike Schuler, que le dio poca bola a él y posteriormente a Drazen Petrovic. Fernando no era un rookie al uso, advirtió a los Blazers de que su apellido castellano llevaba tilde en la i y así le rotularon la camiseta y contravino una histórica costumbre, la de que los novatos portaran las maletas y bolsas del equipo. “Llévalas tú”, le dijo en cheli a Walter Berry (que venía de ser el mejor jugador universitario del año). Ahora vas y lo cascas… Demostró y se demostró que podía jugar allí y al año regresó.
Al poco coincidió en el Madrid con Drazen, que tanto les había hecho padecer en la Cibona. En el vestuario merengue todavía escocían las humillaciones del genial croata (lo de perdonan, pero no olvidan), pero no eran tontos y sabían que el fichaje tenía un destino claro: ganar. Lo hicieron en la Copa coruñesa y en la Recopa ateniense, aunque la impresionante exhibición de Petrovic en el Pireo (62 puntos) levantó ampollas. Fernando que jugó con un dedo de la mano, roto, recelaba del acaparamiento del juego por parte del de Sibenik.
Y así llegamos a la final del playoff liguero. El Madrid le había ganado los 5 enfrentamientos al Barsa. A la que podía Drazen se lo hacía saber a Aíto, señalándole el número con la palma de la mano abierta. Éste, más listo que el hambre, preparaba el terreno e invocaba a la bula arbitral del yugoslavo. En esa eliminatoria tiene lugar la anécdota que mejor retrata a Fernando… Tras la aplastante derrota por 25 puntos en la apertura en el Palau, Martín permanecía en la capital con la espalda hecha añicos. En la comida previa al segundo envite, cunde el pesimismo en la expedición blanca. Un especto asoma por el salón comedor del hotel Calderón para dejar boquiabierto al personal: “Pringaos, yo no me levanto de la cama para perder”. Cuentan que a Petrovic no le cabía la sonrisa en la cara. El Madrid ganó ese partido, aunque perdió la Liga.
En la sobremesa de un domingo Fernando se nos fue demasiado rápido. No olvido que fue a escasos 150 metros de casa de mis padres, no olvido que iba a ir al partido con mi amigo Angelón, no olvido la consternación de todo un país ni el impacto de su muerte entre compañeros y rivales, no olvido el comportamiento del equipo y de su hermano Antonio para darle la vuelta al encuentro frente al PAOK (probablemente sea el más emocionante que haya presenciado por TV en mi vida) sólo 48 horas después. Luego vinieron otros, incluso mejores, pero Fernando Martín fue el primer español que pisó la luna. No lo olvido.
Juan Pablo Bravo Cayuela
(@juanpabravo)
https://contraataquede11.blogspot.com/
Mi primer ídolo
El papel de Fernando Martín en el crecimiento del baloncesto español, su valentía a la hora de emprender la aventura de la NBA y su espíritu de lucha en la cancha le convirtieron en un superhéroe para muchos niños y jóvenes. Yo fui uno de ellos y estos son mis recuerdos sobre el mítico jugador.
Lo he contado ya algunas veces en mi blog: mi pasión por el baloncesto nació en aquellas madrugadas de los Juegos de Los Ángeles en las que millones de españoles se mantuvieron despiertos para seguir ilusionados a un grupo de atletas que estaban consiguiendo una hazaña y sumando muchos adeptos para un deporte que en los años sucesivos iba a competir con el fútbol en cuanto al número de aficionados y de practicantes. Y nace en aquellas noches pese a que no fui testigo directo de aquellos partidos; eran mis padres y mi hermano mayor los que se levantaban a verlo y los que, con sus comentarios a la mañana siguiente, me hicieron pensar que aquello de la pelotita naranja tenía que ser algo muy divertido.
Aquella selección estaba formada por una serie de jugadores que tenían algo especial, esa confianza en sí mismos que les dio el impulso necesario para subir escalones que antes parecían imposibles. Yo aún tardaría un par de años en seguir el baloncesto con verdadero interés, pero tres nombres destacaban por encima del resto entre los que oía nombrar a mi familia y a los medios: Corbalán, Epi y Fernando Martín. Entonces yo no lo sabía, pero este último y Andrés Jiménez fueron los que aportaron a la selección esa posición de pívot interior atlético, móvil y rápido que fue la pieza clave para enfrentarse a los gigantes soviéticos y yugoslavos y para desarrollar ese juego de contraataque tan característico que permitió que España subiese el último escalón que nos dio acceso a las medallas.
Después de la histórica plata pasaron dos años en los que el baloncesto fue poco a poco entrando en mi casa como algo cotidiano: yo aún no le hacía mucho caso pero comencé a oír “campanas”. Por ejemplo, recuerdo vagamente a los hermanos Petrovic chuleando sin piedad al Real Madrid en las repetidas ocasiones, hasta cinco en dos temporadas, en las que la Cibona se impuso claramente a los blancos. Por otra parte, mi hermano empezó a jugar al baloncesto y a casa empezaron a llegar algunos números de la revista Gigantes. Aunque yo aún prefería ver dibujos de Dartacán o de Bugs Bunny antes que sentarme a ver un partido, las fotos y los colorines de aquella publicación sí me despertaban interés y podía pasarme horas ojeando aquellos ejemplares, descubriendo nombres de jugadores en aquellos recuadros de estadísticas rosas, amarillos o azules que acompañaban a las crónicas de los encuentros. Un día, en la portada de una de aquellas revistas, vi el corpachón de Fernando Martín apoyado en una valla en una calle de Nueva York, en plena preparación de la selección para el Mundial de 1986, y un titular que confirmaba que sí, que un español iba a jugar en la NBA la temporada siguiente. Por lo que yo había visto en las revistas, aquello de la NBA era un mundo aparte, reservado solamente a los “profesionales” estadounidenses, que ni siquiera competían en los mundiales ni en los juegos olímpicos, porque a Estados Unidos les bastaba con enviar a sus universitarios para hacerse fácilmente con el primer puesto. ¿Qué clase de superhéroe se atrevía a afrontar semejante aventura? Aquella portada me impresionó tanto que el pívot madrileño se convirtió en mi primer ídolo baloncestístico. A partir de entonces fui yo el que, con diez años recién cumplidos, empezó a comprar los ejemplares de Gigantes y vi todos los partidos que pude de aquel Mundial celebrado en España, fijándome especialmente en aquel número 10 amarillo sobre fondo rojo que luchaba por ganar la posición con los pívots contrarios, a menudo más altos pero difícilmente más fuertes. Recuerdo especialmente el ambientazo que podía sentirse a través de la tele en el partido contra la URSS, celebrado en Barcelona, en el que a Martín le importaron poco los quince centímetros que le sacaba Sabonis, dando una exhibición de fuerza para enfrentarse a la mejor versión del lituano, la de antes de las famosas lesiones. Tras jugar un buen partido por el quinto puesto contra Italia, ya sabíamos que, mientras no cambiasen las normas, ese había sido el último de Fernando con la selección. La aventura americana tenía ese precio, pero el superhéroe estaba dispuesto a pagarlo.
De la temporada 86/87, la de Portland, recuerdo más Gigantes pagados de mi bolsillo en los que se recogían todas las imágenes posibles de los pocos momentos en los que el español saltaba a la cancha. Otro recuerdo muy nítido es el de los programas deportivos de fin de semana de TVE, que hacían el esfuerzo de conseguir partidos de los Blazers para ofrecerlos a los espectadores españoles con la ilusión de poder mostrar a un compatriota jugando entre aquella pléyade de estrellas. Yo, que no había visto hasta entonces ni un minuto de la NBA, me ponía delante de la tele con esa misma ilusión… que se frustraba cuando acababa la retransmisión y la mayoría de las veces no se le había visto ni siquiera en imágenes del banquillo. Siempre nos quedará la duda de si las cosas habrían sido distintas en otro equipo, o si se hubiese quedado más tiempo en Estados Unidos.
Pero el tiempo pasado en el banquillo y la nostalgia le hicieron volver. Y regresó a un Real Madrid que le había echado enormemente de menos durante la temporada en la que estuvo ausente, en la que el Barcelona había culminado su crecimiento para convertirse en el mejor equipo de la Liga, posición que ocuparía durante cuatro años. Junto con Fernando también volvió de Estados Unidos su hermano Antonio, ya preparado para dar un salto de calidad a un juego interior que, con Romay y Branson, tenía potencial suficiente para enfrentarse al de los azulgranas, formado por Trumbo, Jiménez, McDowell, un joven Ferrán Martínez… pero, sobre todo, por el fabuloso Audie Norris. Por entonces se vivía en España el momento de mayor afición al baloncesto, impulsado por aquella plata de Los Ángeles, y en los recreos de los colegios las canastas estaban tan pobladas como las porterías de fútbol. Los duelos de aquellas dos temporadas, la 88 y la 89, entre el Madrid y el Barça, entre Fernando Martín y Norris, eran tema de apasionada conversación entre partidarios de unos y de otros. Dos finales de Liga a cinco partidos, dos intensas finales de Copa y los duelos correspondientes a la Liga regular, entonces disputada en varias fases, nos dejaron bellísimas imágenes entre los dos equipos y, sobre todo, entre los dos colosos de la zona.
Habían pasado tres años desde aquella portada de Gigantes, los mismos desde que me había apuntado a jugar al baloncesto en el equipo de mi colegio. En ninguna temporada de las anteriores había conseguido que me dieran la camiseta con el número de 10 que llevaba mi ídolo. Y en aquella 89-90, mi segunda temporada de infantiles, por fin lo conseguí. Llevaba apenas tres meses luciéndolo con orgullo cuando una tarde de domingo, mientras estudiaba en mi habitación con la radio puesta, José María García conectó con el enviado al Palacio de los Deportes, que dio la noticia de que había fallecido un jugador del Real Madrid, pero que aún no se sabía quién. Cuando finalmente dieron su nombre no pude seguir estudiando. Estuve toda la tarde escuchando reacciones en la radio y en la tele, sin acabar de creérmelo y con una sensación de tristeza que, a mis trece años, no había experimentado aún.
Estos son mis recuerdos de mi primer ídolo, de ese 10 que ya me acompañó siempre a la espalda en mi modesta pero larga trayectoria en el baloncesto de mi provincia. Es difícil decir algo que no se haya dicho ya sobre un jugador que fue un símbolo de un país que empezaba a modernizarse y a mirar hacia fuera y que, treinta años después, sigue en la memoria de aquellos niños, ya crecidos, que lo tuvimos como ídolo. En estas líneas he querido relatar en primera persona las sensaciones que me producía su figura en aquella infancia y recordar, más que su dimensión como jugador, su condición de pionero, su valentía y su capacidad para enfrentarse a retos imposibles e inalcanzables para los que no somos superhéroes.
César Cornejo
@Aropasadoblog
https://aropasadoblog.wordpress.com/
Todo nervio y corazón
Regresan a mi memoria, de la mano de mi padre y de mis iniciales botes de balón, los primeros recuerdos que tengo de Fernando Martín.
Concretamente con el visionado de aquellos partidos que televisaban de la ACB y con las preguntas que la inocencia de un niño al que aún le faltaba mucho para llegar a los diez años, hacía al respecto. “¿Por qué nadie en el Real Madrid lleva el número 10?”… “Porque quien mejor llevó el 10 a la espalda, ya no está con nosotros. Fernando Martín era grande en cuerpo y corazón. El 10 está reservado para los mejores; y nunca habrá nadie tan bueno como Fernando” Eran algunas de las respuestas recurrentes que utilizaba mi padre, para pasar de puntillas sobre el tema de la malograda pérdida del jugador. Estoy seguro de que hacía un esfuerzo titánico por contarme cosas y que yo las comprendiera; pero sin el apoyo audiovisual, en un niño tan pequeño, era difícil hacer imaginar tanto como él me narraba.
No era el comienzo de los noventa, época en la que fácilmente se pudiera acceder a vídeos o imágenes antiguas como ocurre ahora; por lo que el interés y el recuerdo convertía en intermitentes evocaciones aquello que escuchaba. Pero tristemente, con nueve y diez años comprendí mejor qué era perder a esos ídolos de la más tierna infancia y que tantas veces habían acompañado a los comentarios sobre fútbol y baloncesto que hacía mi padre. Con la pérdida de Drazen Petrovic y Juan Gómez “Juanito” aumentaba esa nómina de leyendas que el caprichoso destino nos privó de poder disfrutar más tiempo de su compañía en este mundo.
Con esos mazazos de realidad retornaba a mí el recuerdo de Fernando. Y con él aumentaban las ganas de conocer más las causas por las que era tan recordado y querido por tantos compañeros y contrincantes. Cuanto más leía y descubría, más crecía en mí el amor por el deporte de la canasta, hasta convertirse en parte de mi propia vida.
No fue hasta llegar al instituto y hacer del baloncesto algo de mi día a día, cuando comencé a leer revistas y libros que me ayudaron a descubrir bien qué persona había en ese eterno 10 del baloncesto español. El primero de los nuestros que había pisado ese olimpo de los dioses llamado NBA, en aquellos tiempos tan lejano para los europeos y tan poco globalizado para los espectadores.
El tiempo y una calcificación en la tibia hicieron que apartara a un lado mi sueño de jugar al baloncesto al más alto nivel, por lo que opté por continuar con mis estudios y encaminar mi vida a ser profesor de Lengua castellana y Literatura.
El nivel de exigencia… tan alto o más que en el equipo. La preparación de las clases… el entrenamiento personal. Y el día a día del aula… cada uno de los tiempos del partido. A pesar de la distancia con la cancha, siempre he tratado de mantener un vínculo de unión entre mis clases y el baloncesto, tanto en símiles lingüísticos como literarios: la voluntad del equipo, el compañerismo, el esfuerzo individual por el bien común y la capacidad de adaptación del jugador al propio partido son valores trasladables a la mayoría de aulas.
A ese pabellón de mis clases, siempre regresaba, ataviado de su flamante camiseta 10 y dispuesto a ser titular indiscutible, Fernando Martín. Sirviéndome tanto de ejemplo en el estudio de la épica y los pioneros de cualquier temática literaria, como en el hecho que acompaña al éxito en la comunicación de una idea: bien transmitida, por imposible que parezca, puede llegar donde sea.
Porque Fernando si con algo era capaz de comunicar era con su estilo de concebir el baloncesto. Tanto que fue capaz de convencer a todos los que en él confiaron para alcanzar la victoria, por difícil o imposible que ésta pareciera. Un héroe de leyenda del que se había escrito lo humano y lo divino, y del que aún quedaba mucho por narrar. Protagonista de las gestas de aquella Selección de los Guerreros de plata, que tanto sirvió para que los Juniors de oro vieran en ese Cid madrileño a esa figura que guiaba a nuestro baloncesto -pleno de valor técnico, aguerrido y con tantos quilates de talento- a la victoria sobre el miedo a dar el salto de fe hacia el otro lado del charco atlántico. Y con la meta última de alcanzar ese anillo único con el que dominarlos a todos.
Así es como, tras abrirnos Fernando las puertas de la NBA, con su llegada a Portland y el posterior periplo de los Juniors de oro, llegó la Generación del 85 a esa ÑBA que cada vez se veía más y mejor en nuestro país. Y tras esos hitos, con toda la valentía y de frente, uno de ellos, Rudy Fernández, se dirigió al Concurso de Mates del NBA All Star Weekend de 2009 para ganarlo. ¡Esa era la actitud!
No sé si por casualidad, el destino me puso delante la oportunidad de utilizar la máxima de mis clases (“Una buena idea, bien transmitida, puede llegar donde sea”). El diario Marca, por medio del concurso “Ayuda a Rudy a matar”, solicitó a sus lectores ideas para uno de los mates a cambio de la posibilidad de ganar una camiseta firmada por el 5 de España. Sin pensármelo un instante y recordando que ese año se cumplirían veinte de la pérdida de Fernando, que ambos estaban en el mismo equipo y que en Estados Unidos las historias de pioneros suelen gustar; expliqué mi idea de un “mate-homenaje a Fernando Martín”. Quitándose su camiseta Rudy y llevando debajo la mítica 10 de Martín en los Trail Blazers. La idea gustó tanto que la camiseta de Fernández la guardo como un tesoro en casa. Pero lo que no sabía es que esa idea llegaría a materializarse en el mismo concurso.
Fuera casualidad u originalidad, lo cierto es que cuando Rudy enseñó la camiseta de Fernando Martín el círculo de mi pasado que formaban mis recuerdos de la infancia, con todo lo leído y visto años más tarde, se cerró por completo. Ahora, sólo me queda la empresa de enseñarle con el tiempo todo lo bueno de este gran deporte a mi hija Helena.
Antonio Manuel Membrilla Fernández
(@ammembrilla)
https://educalengua.wordpress.com/
http://elespaldarazo.blogspot.com/